Es habitual el imaginarse a los ángeles cantando, tocando. De hecho, para referirnos a todos los ángeles utilizamos la palabra “coro”, los “coros angélicos”. Así, la Gloria Celestial se relaciona inevitablemente con la música.
Partiendo
de aquí, cuando la Iglesia canta, en la celebración litúrgica, lo hace unida a
los coros de los ángeles. La última afirmación del prefacio habitualmente es:
“Por eso, con los ángeles y los arcángeles y todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar el himno de tu Gloria”. Vemos, pues, que la Iglesia al
unirse y participar de esa “música” angélica, la música litúrgica no puede
centrarse solamente en la asamblea, sino que tiene necesariamente que
orientarse hacia Dios. La Iglesia, como Esposa de Cristo, canta a su Esposo: canta
a Dios. Así, en primer lugar la Iglesia canta al Esposo entregado por Amor en
la actualización del sacrificio en la Cruz. Por esto, la grandeza de la música
litúrgica la encontramos en que es una respuesta de amor de la Iglesia al
Esposo, porque “el cantar es cosa del amor” dice S. Agustín. La intención
primera, viendo esto, de la música es la alabanza divina, la acción de gracias
y la respuesta amorosa.
Teniendo
esto claro, es evidente que tampoco podemos desvincular la música en la
liturgia de la asamblea; y es que la música también es un verdadero servicio a
los fieles. Bien sabemos, que la música posee una capacidad especial de
conmover y disponer el ánimo del hombre para el encuentro con Dios, para
ablandar su corazón y abrirlo a la Gracia. En relación con los fieles (ya
participen activamente del canto, ya se limiten a escucharlo y sentirlo), la
música debe elevar sus almas hacia el Cielo. Esto es, creando y respetando el
clima de misterio, recordando a los fieles que aquello que se está viviendo no
es algo ordinario, sino el gran milagro de Dios humillado por Amor. La música,
debe poder hacer nacer en los fieles ese sentimiento, inquietante y atrayente,
de saberse ante la acción misma de Dios en el tiempo, de asistir a su Pasión y
Resurrección (de forma sacramental).
Un aspecto, que con mucha facilidad se nos olvida, y que está íntimamente relacionado con la música, es el silencio. Creo que es importante también, poder guardar los debidos momentos de silencio en los que el corazón que se está encontrando con Dios, en los que puede descansar y recrearse en completa intimidad. Muchas veces, el hecho de que la música litúrgica, dé los frutos que antes comentábamos, depende de saber hacer uso de una forma inteligente y conveniente del silencio en la celebración. De hecho, así como el cantar es una reacción de amor, también el silencio lo es. ¿Cuánto tiempo son capaces de pasar dos novios enamorados en silencio, simplemente mirándose el uno al otro? Pues así el alma con Dios.
Hay,
pues que recordar la importancia de la música y del silencio, que siempre
orientada en primer lugar a Dios, se derraman en beneficio y servicio de los
fieles que participan de la celebración de la Fe.
Samuel Medina.
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